Foto: Cosasquenoquise.
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Resplandeciente. Sintiéndose una reina persa. Colmada de atenciones y halagos. Pagada de su talento y levitando en su propio ego. Se sentía tan fuerte...
La mañana empezaba en un rincón perdido. Quedaba un largo día por delante de flashes, cambios de vestuario, retoques... un día entero en el que ella se sentía el pulmón de un entramado engrasado para engrandecerla.
Un bar frente a la playa. El equipo necesitaba una dosis de cafeína y nicotina. Un pueblo pequeño, costero y decadente. Era muy temprano y apenas había dónde elegir.
Entraron.
Ya en la puerta le recorrió un calambre punzante por el espinazo. Esa silueta...
Todos estaban dentro ya. No podía desaparecer. Querría volatilizarse. Querría ser el pétalo de un diente de león. Pero debía entrar, la parada para el café era parte de la logística de su trabajo. Sentarse, escuchar las indicaciones de lo que debía hacer, atender a los cambios del plan... Debía entrar. Y eso es lo que hizo.
Él estaba apoyado en la barra. El bar era minúsculo, cuadrado. Un único espacio asfixiante y sucio en el que él empezaba el día con una cerveza a la hora del café. Llevaba un abrigo de promoción de una marca de vodka. Despeinado, desaseado, decrépito.
Se vieron. Ella se acercó y resolvió el encuentro con fingida sorpresa y un abrazo correcto. Detectó las miradas de su equipo, preguntándose de qué conocería a ese señor.
- Oh! pero... pero... ¡qué sorpresa!- olía a alcohol y tenía las mejillas salpicadas por las inconfundibles venas del exceso.
- Ya ves, venimos a sacar unas fotos por esta zona...
Ahí, cuando ahogó su respectivo:"¿y qué haces tú aquí?" fue consciente de que ni siquiera se había parado a pensar, al entrar en aquel pueblo, que él vivía allí. Lo había borrado de su memoria tan eficazmente que no se había asomado la posibilidad de un encuentro en ningún resquicio de su imaginación. Se sintió desarmada, expuesta.
- ¿Te quedas a comer conmigo?
- No... no puedo. No estaremos aquí más de un par de horas...
- Ah... - sus ojos se apagaron drásticamente- claro, entiendo...
- Bueno, me voy a sentar con ellos que estamos trabajando...
- Sí, sí... no te preocupes, ve...
En la mesa, con todo el equipo, apenas mostró la perturbación que la ahogaba. Disimuló el temblor de sus manos sentándose sobre ellas. Hacía años que no sabía de él... Anotó todo lo que le dictaban, escuchó y recibió la información que le disparaban como si nada hubiese pasado. Pero su expresión de atención era una mueca fingida. Su tranquilidad, una pose depurada.
Se levantaron, pagaron y ella se despidió de él correcta y concisa.
Cuando caminaban hacia el coche un breve comentario de un compañero:
- Te conocen en todas partes ¿eh?
- No, no... es que vine un par de veces por aquí en verano... pero apenas lo conozco... - ahogó un trago de saliva y la angustia que le quemaba el estómago.
En el bar, él le pedía un cubata bien cargado a la camarera. Cuando lo tuvo entre sus manos esbozó una sonrisa y le dijo al anciano que estaba a su lado en la barra:
- É filla miña.
Bebió un sorbo y enseguida le atropelló la crudeza de la imagen de aquel encuentro. La frialdad, el anonimato, la certidumbre de no sentirse parte de nada. El orgullo paterno se diluyó en el vodka y entonces ya sólo pudo sentirse aplastado por la vergüenza.