martes, 16 de agosto de 2011

De la ceguera.

Íbamos juntos en el coche. Una de tantas veces.

Él me comentaba sus proyectos, sus éxitos e inflaba su discurso con dosis de vanidad prescindibles. No me importaba demasiado el tono, creo que todos tenemos momentos así. Los dejamos fluir con las personas que nos conocen y no nos van a juzgar pretenciosos por un poco de éxtasis sobre nosotros mismos.

Pero había cambiado.

No era el éxito, no era el discurso.

Fue el semáforo el que me hizo verlo.

Se acercó un hombre de unos sesenta años a la ventanilla. Ofrecía chicles y pañuelos de papel. Vestía pulcramente, peinado, con la raya del pantalón y la camisa bien marcadas. Demostraba así que su pobreza no estaba nunca por encima de su dignidad.

Entonces fue cuando bajó la ventanilla, miró a aquel hombre con la sonrisa del salvador magnánimo y quiso demostrarle su generosidad dándole las monedas que acumulaba en el cenicero del coche.

El movimiento de mano con el que indicó que no necesitaba nada a cambio, la expresión de satisfacción por la buena obra hecha, incluso el regusto de triunfador solidario que paladeó no tuvieron ojos para detectar que aquel hombre mayor, atropellado por los malos tiempos, buscaba una forma de ganarse la vida y él le había obligado a aceptar una limosna.